Autores: Marcelo Aguilera, Pablo Vivanco, Andrés Vásquez.

La pandemia mundial sensibilizó al ser humano por su encuentro impensado con la muerte; y, mientras los momentos más duros transcurrían, los problemas sociales en el país se agudizaban. La masacre carcelaria en Ecuador evidenció uno de los problemas más lacerantes que enfrenta el país: el hacinamiento y la violencia carcelaria que en el Ecuador costó la vida de 79 detenidos.

A la cárcel se llega para cumplir un castigado impuesto por el incumplimiento de la norma penal. Sin embargo, la privación de la libertad no sirve para rehabilitarse en el Ecuador. Esto sucede porque la acepción misma de rehabilitación es erradamente concebida y porque las condiciones en las cuales los detenidos cumplen su encierro les resta toda consideración humana y no les proporciona el espacio adecuado para reorientar su accionar.

Los orígenes de esta problemática son mucho más complejos de lo que aparentan y tienen raíces de carácter estructural. Para empezar, en Ecuador, como en muchas otras partes del mundo, en la construcción social del orden se edificó también la idea del enemigo social, el delincuente, un sujeto que cumple con determinados estereotipos y se somete involuntariamente a un trato diferenciado como un enemigo político, como un criminal. En América Latina casi todos los prisioneros son tratados como enemigos en el ejercicio real del poder punitivo (ver Zaffaroni, 2009), que termina por imponer una suerte de control social a los estratos sociales más bajos.

Esta consideración de no ciudadano por romper el pacto social (ver Rousseau, 2007), los deja en una situación de vulnerabilidad en cuanto a sus derechos, lo considera no personas, a su vez dificultando su reinserción en la sociedad. Más aún, una cárcel sobrepoblada, manejada por bandas de detenidos y con deplorables niveles de vida se contrapone a un Estado de Derechos y Justicia. 

De ahí la complejidad de la crisis carcelaria que afronta el Ecuador en la actualidad, derivada, a su vez, de múltiples factores: el hacinamiento, el déficit de guías carcelarios, la reducción presupuestaria, el cierre de ministerios enfocados al seguimiento de los problemas carcelarios, el cierre de la escuela de guías penitenciarios, entre otros. 

Según cifras del Servicio Nacional de Atención Integral a Personas Adultas Privadas de la Libertad y Adolescentes Infractores (SNAI), hasta noviembre del año 2020 la población carcelaria sumó 38.804 personas, lo que muestra un incremento anual considerable, comparándose con el año 2016 que fue de 32.859 PPL. Esto ha incrementado el hacinamiento en los centros penitenciarios, llegando a su pico más alto en 2018 con un 34% de hacinamiento. En el 2020 esta cifra alcanzaba un 30%. 

Sin embargo, mientras la población carcelaria se incrementaba, el número de agentes penitenciarios disminuía —al menos entre 2019 y 2020—. A noviembre del 2020 existían 1.466 agentes; es decir, por cada 26 privados de libertad había un agente. Esto contrasta con las recomendaciones de la ONU y la OEA, que señalan la necesidad de que exista, al menos, 1 guardia por cada 10 reclusos. En el país, la SNAI confirmó que existe un déficit de aproximadamente 2.530 agentes.

Si comparamos la población carcelaria de hace doce años a la actualidad, este número se ha triplicado. Los tipos penales que afectan los eslabones más bajos de la sociedad, la participación de la policía en la administración carcelaria sin la formación suficiente y la eliminación del Ministerio de Justicia, no fueron solución a la inseguridad y los problemas de los centros de privación de libertad; por el contrario, los agravaron.

Hay un sistemático proceso de criminalización de la pobreza. Ello implica que las conductas mayormente sentenciadas como punibles, que reciben la fuerza represiva del Estado, están ligadas a delitos menores, y quienes reciben las penas son personas que están en condiciones de vulnerabilidad, sin reales posibilidades de acceso a empleos, sin garantía de una permanencia en la cadena de estudios, producto de ambientes de crianza inestables, y expulsados de las ‘normalidades’ cotidianas establecidas. 

De la mano de la criminalización de la pobreza viene la creación de estereotipos peligrosos: zonas peligrosas, ciudades peligrosas, personas peligrosas. Se infunde miedo a través de la creación de cartografías de la violencia, y del establecimiento de nuevos racismos alrededor de quienes pueden ser potencialmente peligrosos, y todo ello, aupado por los mensajes incesantemente difundidos a través de los medios de comunicación. 

La delincuencia no solo debe mirarse como causa de la inseguridad, sino también como consecuencia de ella. Cuando el Estado decide no asistir a ciertos estratos sociales, cuando no crea mecanismos de acceso real a servicios públicos de calidad, excluye y condena a grupos enteros a la marginalidad de lo social, lo que los obliga a la creación de nuevos vínculos que les permita la reproducción de condiciones mínimas para la sobrevivencia.

A nivel global la evidencia es contundente: la violencia, el crimen y la delincuencia están fuertemente correlacionados con la pobreza y la desigualdad (ver Blau & Blau, 1982; Fajnzylber et al., 2002; Kelly, 2000). Los eslabones más débiles de la sociedad son, frecuentemente, quienes llenan las cárceles. Los centros carcelarios deben pensarse con un fortalecido trabajo social, solucionando el problema del hacinamiento, eliminando las condiciones infrahumanas, la violencia, el temor, y permitiendo acceso a salud y educación. Políticas públicas que modifiquen el ambiente carcelario son urgentes, de lo contrario la privación de la libertad y el control del privado de la libertad en ese escenario seguirá siendo un fracaso. También son urgentes políticas públicas que atiendan las raíces del problema: la pobreza y la desigualdad.

Ideas relevantes

  • En la construcción social del orden se construyó también la idea del enemigo social, el delincuente.
  • La privación de la libertad que constituye el castigo no sirve para rehabilitarse, esto porque la acepción misma de rehabilitación es erradamente concebida.
  • Lo que ha incrementado el hacinamiento en los centros penitenciarios, llegando a su pico más alto en 2018 con un 34% de hacinamiento, y en el 2020 con un 30%. 
  • Hay un sistemático proceso de criminalización de la pobreza, eso quiere decir, que las conductas mayormente sentenciadas como punibles que reciben la fuerza represiva del Estado, están ligadas a delitos menores, y quienes reciben las penas son personas que están en condiciones de vulnerabilidad.

Referencias:

Blau, J., & Blau, P. (1982). The Cost of Inequality: Metropolitan Structure and Violent Crime. American Sociological Review47(1), 114–129.

Fajnzylber, P., Lederman, D., & Loayza, N. (2002). Inequality and Violent Crime. The Journal of Law and Economics45(1).

Kelly, M. (2000). Inequality and Crime. Review of Economics and Statistics82(4), 530–539.

Rousseau, J.-J. (2007). El contrato social. Espasa.

Zaffaroni, E. R. (2009). El enemigo en el derecho penal. EDIAR.