Autor: Pablo Quiñonez.
Hoy nuestro país amanecía con dos postales que mostraban realidades opuestas: por un lado, en Samborondón, poco más de 500 miembros y personal del Club Rotario siendo vacunados en un complejo universitario muy agradable, con música en vivo incluida. Por otro lado, decenas de miles de ecuatorianos, en todo el territorio nacional, intentando por horas registrar a sus padres y abuelos en una página web —que hasta el momento no funciona— para obtener un turno para que sean vacunados en los próximos meses.
Pero estos hechos no son aislados. El proceso de vacunación en el país, además de haber sido extremadamente lento y quedarse rezagado comparado con la mayoría de países de Sudamérica, ha estado salpicado de denuncias de corrupción. Se han priorizado a familiares de ministros, comunicadores aliados al gobierno, hijos de autoridades hospitalarias y hasta un chef allegado al régimen.
Hemos visto cómo, de la manera más burda, los cercanos al poder han utilizado los recursos del Estado para su beneficio sin siquiera inmutarse. De hecho, muchos de ellos, cínicamente han presumido de su estatus social y económico como justificativo para haberse “saltado la cola” y vacunarse antes de quienes realmente debían ser vacunados. Otros, más prudentes, han redactado extensos comunicados para intentar justificar por qué consideran que “merecen” ser vacunados antes que el resto. Al final del día, la realidad es la misma: aún nuestras élites se ven a sí mismas como conformadas por ciudadanos de primera y al resto como ciudadanos de segunda.
Y, tristemente, esa ha sido la historia de nuestro país y de nuestra América desde tiempos inmemorables. Cuando el Ecuador nació como república, en 1830, nuestra primera Constitución estuvo diseñada para que solo un selecto puñado de ciudadanos pudiese elegir y ser elegido: 2.825 personas, el 0,3% de la población, para ser precisos (Becker, 1999). Se diseñó un marco legal para que solo quienes tenían grandes riquezas (y, casi siempre ligado a ello, educación) tuviesen voz y voto en el destino del país.
Hoy en día, aunque en el papel esto haya cambiado, en la práctica las cosas no han evolucionado mucho. El poder sigue en las manos de un puñado de ciudadanos que se piensan a sí mismos como “de bien”, de ciertas élites que transmiten su riqueza e influencia generación tras generación. Estos grupos han acumulado tanto poder económico y político que han terminado “secuestrando la democracia”, como lo pusiera Cañete (2015) en un reporte sobre la desigualdad extrema que caracteriza a nuestra región.
Y, curiosamente, son esas mismas élites que hoy se sirven del Estado las que siempre despotrican contra lo público, las que lideran la lucha por la austeridad y llaman al Estado “obeso” cuando el gasto social se expande para proveer de salud, educación y servicios de calidad a la población. Son estas élites las que atacan cualquier programa de gobierno que intente cobrarles impuestos, como sí se cobran al resto de la población. Son estas mismas élites las que atacan cualquier propuesta de protección social a los hogares más pobres, pero celebran multimillonarios rescates del Estado al sector financiero o masivas remisiones de impuestos a las más grandes empresas, como la impulsada años atrás por este gobierno.
Y aún así estas élites se sorprenden cuando sus candidatos van atrás en las encuestas o pierden las elecciones. Y, buscando culpables, en lugar de verse a sí mismos al espejo, miran “hacia abajo” y tildan al pueblo de ignorante. Vociferan contra cualquiera que desnude esta cruda realidad y lo tildan de “resentido social”. Y sus voceros llaman “populista” a cualquiera que se atreva a hablar de justicia social.
Quizá fuimos ingenuos al pensar que la lucha de clases no era otra cosa que parte de la teoría económica y social “radical”. Por el contrario, lo sucedido en nuestro país apunta claramente a que es algo real; existe, aunque nosotros no nos hayamos dado cuenta. Y son, precisamente, estas élites las que, históricamente, han venido usando todos los recursos a su disposición para mantener su poder y, con ello, sus privilegios. Y lo han hecho aún si esto implicaba mantener al país estancado o, como hoy, aún si esto significa que ciudadanos comunes, de a pie, no puedan acceder a las vacunas que les corresponden en el orden en que deberían.
Es tiempo de cambiar esta realidad. Si queremos que nuestro país progrese, no pueden seguir existiendo privilegios para pequeños grupos a costa de los derechos del resto de la población. Si queremos caminar hacia el desarrollo debemos hacerlo en un marco de justicia y equidad. Si queremos un mejor mañana, eventos como los que hemos visto hoy no deben repetirse jamás.
Referencias:
Becker, M. (1999). Citizens, Indians, and Women: The Politics of Exclusion in Ecuador. Conference on Latin American History.
Cañete, R. (2015). Privilegios que niegan derechos. Desigualdad extrema y secuestro de la democracia en América Latina y el Caribe. OXFAM.